martes, 21 de abril de 2015

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Tras llevar casi veinte años escribiendo sólo para mí -y para algunos amigos que han tenido la paciencia y la voluntad de leer mis manuscritos-, poder hacer llegar a los demás una muestra de mi trabajo es un sueño hecho realidad. Supongo que, en cierto modo, es parecido a cuando un padre sostiene por primera vez en sus brazos a su hijo recién nacido. Yo no los tengo, así que no puedo saber si el sentimiento es el mismo. Aunque, por lo que me han contado, debe de serlo.

La historia de "Mordiendo el paso a la distancia" ha sido larga y ardua. 
Pocos lo saben, pero hace un par de años participé con esta historia en un concurso literario -cuyo nombre no voy a hacer público- que, evidentemente, no gané. Imaginaos mi sorpresa cuando, un par de días antes de hacerse público el fallo, recibí una llamada de la editorial que lo había organizado. Al parecer, a pesar de no haber resultado premiado, estaban interesados en mi historia, y querían publicarla. Mi corazón se detuvo. Estaba tan nervioso que me temblaban las piernas. Tras acordar con la persona que contactó conmigo que me harían llegar un contrato de edición que debía revisar antes de enviarlo junto con mis datos para redactar uno definitivo, esperé. Y esperé. Y seguí esperando. Pero el contrato nunca llegó.
La respuesta que me dieron fue que la editorial se había replanteado la publicación, y que ya no encajaba en sus planes. No sé si se trató de un error de la persona que habló conmigo, o de verdad fue un cambio en la política de la compañía. Quizás lo único que ocurrió es que mi manuscrito se perdió en el limbo corporativo y, cuando finalmente se dieron cuenta de que se les había pasado por alto, ya era demasiado tarde para hacerlo encajar en su calendario. Fuera como fuese, todo se quedó en nada.

Lo peor de aquella situación fue que mis ilusiones quedaron destrozadas, y mi amor por la escritura se resintió. El símil que uso cuando cuento esta historia, para que la gente entienda mi decepción, es el siguiente:
Imaginad un niño que sabe que se acerca el día de su cumpleaños. Sus padres le han prometido que le organizarán una gran fiesta a la que acudirán todos sus amigos. Le han dicho que habrá tarta, regalos, castillos hinchables y hasta un poni en el que podrá montar. A medida que se acerca la fecha, el niño se va sintiendo cada vez más ansioso, cada vez más emocionado. Les cuenta a todos sus amigos lo maravillosa que va a ser, lo bien que se lo van a pasar, lo mucho que van a disfrutar. No deja de hablar de ello, no puede pensar en otra cosa. Entonces llega el día. Se levanta por la mañana, ilusionado. Va a ser increíble. Pero, para su sorpresa, sus padres no solo no han organizado la fiesta que le han prometido, sino que han olvidado completamente su cumpleaños. Cuando finalmente se atreve a preguntarles qué ha ocurrido, ellos se limitan a decirle que no había dinero para montarla. En lugar de tarta, y regalos, y amigos, y castillos hinchables, lo único que consigue el niño es un puñado de desilusión. Entonces empieza a preguntarse por qué le han hecho eso sus padres, por qué le han prometido algo que no estaban seguros de poder cumplir, y lo único que puede decirse a sí mismo es que todo es culpa suya. No es lo bastante bueno, no se merece la fiesta. Y por culpa de eso, maldice los cumpleaños y se jura que nunca va celebrar otro en su vida.

Por suerte, un tiempo después, las cosas cambiaron para mí. 

Debido a circunstancias de la vida, un año y medio atrás me quedé sin trabajo. Como suele ocurrir en estos casos, entré en pánico. Nunca he pasado más de un mes sin trabajar, y la perspectiva de no poder seguir pagando las facturas se convirtió en mi mayor preocupación. Pero dada la actual situación económica -y mi edad-, conseguir un nuevo empleo resultó ser mucho más difícil de lo que había esperado. No importaba mi experiencia, ni mis conocimientos, ni que hablase con fluidez cuatro idiomas y tuviese nociones de dos más. Aquello no era suficiente.
Pasé los primeros meses encerrado en casa, hundido en la miseria, poniéndome al día con mis lecturas y mis series de televisión -son mi placer culpable, lo admito-. Llegué a leer un promedio de cinco libros por semana, y organizaba maratones de mis series favoritas que, día tras día, me mantenían pegado al sofá.
Hasta que un día, unas amigas a quienes siempre estaré agradecido, me propusieron que aprovechase el tiempo libre para hacer lo que siempre me había apasionado: escribir. En realidad, tengo dos grandes amores en la vida: la música y la literatura; y hasta ahora nunca les había dedicado el tiempo que merecían a ninguna de las dos. Así que me dije, ¿por qué no?
Sabía que los siguiente sería ponerme a escribir, pero como suele ocurrir, una cosa es tener claro lo que quieres hacer, y otra muy distinta ponerte a ello. Aún me escocía la herida de lo que había ocurrido meses atrás. Por eso, cada vez que me sentaba frente al ordenador para ponerme a ello, me asaltaba el tan temido síndrome de la página en blanco.
Decidido a luchar contra la desidia, en lugar de ponerme a escribir algo nuevo -ideas no me faltaban, sólo el impulso necesario para empezar a desarrollarlas-, empecé a revisar lo que ya tenía escrito.

En mi primera revisión de "Mordiendo..." -que por entonces tenía un título mucho menos atractivo que recordaba al de un libro de autoayuda-, el manuscrito engordó casi cincuenta páginas. Y tengo que decir que creo que la obra ganó en profundidad y complejidad. Tras acabar con la revisión, había entrado en una dinámica que me negué a abandonar, y decidí que, si iba a dedicarme en serio a esto, debía tomármelo como un trabajo de verdad. Por eso me obligué a establecer un horario. Debía dedicar todo el tiempo posible a la escritura, a desarrollar mis historias, por lo que me impuse escribir al menos tres mil palabras al día. En ocasiones fluían sin problemas, y conseguía completarlas en menos de cuatro horas. Otras veces, pasaba frente al ordenador desde la mañana hasta la puesta de sol. Pero funcionó.
Dos meses más tarde, había acabado mi cuarta novela -las dos primeras son tan malas que están guardadas en un cajón, acumulando polvo, pero prometo revisarlas en breve para ver si hay algo que se pueda rescatar-. Tras acabar con ella, me puse con la siguiente. Esta fue algo más difícil, y me llevó mucho más tiempo, pero puesto que la idea llevaba años rondándome y quería que fuese perfecta, le dediqué casi seis meses. El resultado, un manuscrito de casi setecientas páginas que se ha convertido en el primer volumen de una saga que tengo intención de seguir desarrollando.
Hace solo unos días acabé el primer borrador de mi séptima obra, una mezcla de novela policíaca y de ciencia ficción, y ya he empezado a trabajar en una nueva.
Y todo ello, gracias al consejo de unas amigas y a mi decisión de aprovechar el tiempo haciendo lo que me gusta.

No sé si, finalmente, el resto de mis obras llegarán a ver la luz, pero mi intención es que así sea. Seguiré trabajando en ello. No pienso rendirme. Y la sinergia que ha creado la publicación de "Mordiendo..." me está ayudando. 
Ahora solo tengo que esperar a que se venda bien.

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